La importancia del apoyo profesional psicológico en los tratamientos de fertilidad
Debíamos estar en el mes de septiembre del 2011 cuando fuimos por primera vez a una clínica de fertilidad. Nos sentíamos emocionados y nerviosos en la misma medida. Tras unas primeras tomas de contacto, empezamos con las pruebas médicas: análisis de sangre, pruebas ginecológicas, seminograma, pruebas genéticas… Una evaluación básica que permitiera definir el tipo de tratamiento que yo debería seguir y el tipo de donante adecuada para nosotros.
Fue una gran alegría cuando nos dijeron, un par de meses después, que habían encontrado una donante y que empezábamos el proceso. El problema fue que la donante no tuvo ningún folículo viable, y todo se vino abajo. Tocaba empezar de nuevo.
Tras otro par de meses, encontraron una nueva donante y, en esta ocasión, la donación salió bien. Los óvulos fueron fecundados y dos embriones fueron transferidos a mi útero. La decisión de transferir dos embriones, en vez de uno, favorecía la probabilidad de implantación de al menos uno de ellos. La sensación de satisfacción, de gozo, de triunfo en esa primera transferencia embrionaria era indescriptible. Parecía que ya lo habíamos logrado y que todo iba a salir bien. Sólo tenia que tomarme un tipo de hormonas diariamente y esperar nueve días para que los embriones anidaran.
Sin embargo, las hormonas hicieron estragos en mi emocionalidad desde el primer instante y la beta-espera (el período de tiempo que pasa entre la transferencia de embriones y la prueba de embarazo en sangre) se me hizo insoportable. No me reconocía. No conseguía regularme a mi misma. No podía ser la persona estable y equilibrada que llevaba siendo durante treinta años. Además, me obsesionaba la idea de tener dos embriones de una genética desconocida en mi cuerpo. Me asustaba que anidaran en mi útero. Me decía a mi misma que estaba siendo irracional. Que tenía que querer que se implantaran para poder tener uno o dos bebés, porque ese era nuestro objetivo. Pero no, no conseguía que el terror disminuyera.
Sí, terror, eso es lo que sentía en el cuerpo. Me avergonzaba y me criticaba por sentirme así, y por supuesto, no podía contárselo a nadie, ni a mi marido, ni siquiera a mi misma. El miedo, la vergüenza, el aislamiento y la obsesión, junto con el mensaje de: “tienes que estar tranquila porque el estrés no es bueno”, generaron la tormenta perfecta. La ansiedad se me comía por dentro.
No me permitía sentir lo que sentía, así que no lo compartí con nadie. Tampoco pedí ayuda, ni siquiera la busqué. Ojalá alguien nos hubiera encaminado a buscar apoyo para manejar el torbellino emocional que se nos venía encima.
Los días fueron pasando y el resultado de esa primera transferencia fue negativo. Fue una decepción enorme, pero aún estábamos ilusionados y creíamos que podíamos conseguirlo en la siguiente ocasión.
A esa primera transferencia le siguieron otras tres que tampoco salieron bien. Puede parecer exagerado o absurdo (son palabras que una parte de mí me decía) pero me atormentaba la idea de que la vida potencial inserta en cada embrión nunca llegaría a su meta. Me entristecía, me frustraba y me obsesionaba por igual.
Cada nueva transferencia la iniciábamos con energías renovadas y ciertas dosis de optimismo. Nos preparábamos para que, tras los nueve días de la beta-espera y un pinchacito de nada, la llamada de la enfermera nos confirmara el resultado. La esperanza de un futuro mejor nos hacía seguir intentándolo. Sin embargo, cada nueva transferencia acabó con el marcador a cero; y las palabras: “ha dado negativo, lo siento mucho”, nos devastaban y nos devolvían al presente con otra pérdida, otra renuncia y otro fracaso.
Qué dolor de corazón tan grande, qué tristeza, qué impotencia y qué indefensión sentíamos... Habían pasado ya cuatro años y el embarazo no llegaba. El dolor por el hijo/a que no llega es difícilmente abordable. Nos sentíamos aislados y solos, a pesar de contar con el apoyo de familiares y amigos. Nos sentíamos incomprendidos y replegados hacia dentro; estábamos de luto.
Finalmente buscamos ayuda y nos tomamos un tiempo largo para discernir si queríamos o no volver a intentarlo. Lo primero que aprendimos fue que AMBOS estábamos juntos en esto, no uno dentro del ruedo y el otro fuera apoyando. Pongo ambos en mayúsculas, porque el hombre (o la pareja que no se hormona y que no tiene el impacto en su cuerpo), también necesita contactar con qué siente, piensa, percibe, fantasea… El hecho de poder intercambiar los roles de apoyar y ser apoyado, nos sentó bien.
Lo siguiente que descubrimos fue que, tanto si lográbamos tener hijos como si no, teníamos una buena vida. Era un juego de ganar-ganar y esto fue muy tranquilizador.
Reconocimos que, el proceso, nos había unido más que nunca. Esto a veces no ocurre así, a veces las parejas empiezan a distanciarse y llegan a romper. Éramos afortunados. Teníamos la suerte de “estar juntos en el barro”, como decía mi marido, y de ahí íbamos a salir juntos.
Yo empecé un proceso psicoterapéutico con el objetivo de que me ayudara a manejar la critica interna, la obsesión, la tristeza y la vergüenza porque yo sola no podía. Lo que conseguí fue recuperar el control de mi vida en el presente.
Con estos aprendizajes ya cristalizados, tomamos la decisión de volver a intentarlo una vez más. Si la vida nos concedía el don de la maternidad y paternidad, sería una profunda alegría, pero si no, también lo sería. El 3 de junio de 2016 nos daban el negativo por última vez.
Estoy compartiendo mi experiencia, porque es importante saber que el proceso puede ser ligero y amable, pero también puede ser incierto y agotador, y que contar con apoyo psicológico profesional puede suavizar las curvas y ofrecer luz al final del túnel.
Por eso mi propuesta de acompañamiento tiene en cuenta lo siguiente:
Adecuación de un entorno seguro, confidencial y validador, que atienda las necesidades relacionales de cada persona y aporte información en cada momento del proceso.
Identificación, reconocimiento y expresión de la experiencia vivida a través de cualquier disciplina que permita simbolizar y expresar lo imposible, lo invisible, lo silenciado.
Elaboración de la experiencia utilizando la técnica del “journey map” o “mapa de la experiencia”, para promover la toma de consciencia de lo vivido, de lo que queda por vivir y de los procesos de decisión.
Encuentro con el propio cuerpo. El cuerpo es el medio en el que ocurren todos los cambios hormonales y es el receptor de todos los impactos, así que requiere atención y cuidado.
Elaboración de los distintos duelos (pérdida del sueño; FiV, IA, ovodonación fallidas; abortos…) Procesar, cerrar y despedir adecuadamente devuelve la sensación de control y recuperación de la propia vida.
Si te encuentras en una situación en la que te sientes identificada o identificado con algo de lo aquí os comparto, no dudes en ponerte en contacto conmigo. Puede que tan sólo con una breve conversación, obtengas la orientación que necesitas.