La respuesta de inmovilización en el trauma. Una experiencia personal

A finales de septiembre me vi envuelta en un peligroso accidente de tráfico que, por suerte para todos los implicados, no resultó ser grave en cuanto a lesiones personales (aunque sí lo fue en cuanto a daños materiales). No recuerdo la colisión que tuvo mi coche con el otro coche, no recuerdo mi cuerpo zarandeándose adelante y atrás y de un lado a otro, no recuerdo el ruido de los airbags explotando ni la visión de éstos ante mis ojos, no recuerdo que el coche girase como si de una peonza se tratase, tan sólo recuerdo a mi marido llamándome por mi nombre y que el coche consiguió pararse al chocar con algo (que por suerte resultó ser el guarda rail del otro lado de la autopista). No hay nada del golpe que yo pueda recordar. Sé que lo viví, pues yo estaba dentro del coche en el asiento del copiloto mientras todo esto ocurría, pero no hay nada en mi memoria que me permita recordar que yo estaba allí en el momento del impacto.

El día del accidente no sentí dolor alguno, sin embargo, al día siguiente empecé a experimentar una gran rigidez cervical que cursaba con dolor en toda la zona alta de la espalda.  El diagnóstico en urgencias fue de cervicalgia y el tratamiento, rehabilitación durante tres semanas. Claramente mi cuerpo estaba manifestando los efectos del accidente vivido el día anterior, aunque mi memoria no diera señales de ello.

Pocos días después empecé a notar una emocionalidad rara en mí. En concreto, podría decir que era una ausencia de emocionalidad y de sensaciones corporales. Sí era consciente de sentir algo parecido a una irritabilidad constante, pero no había nada más. Me sentía plana, neutra, como si nada fuera demasiado interesante o valioso, todo me daba igual. No me reconocía en este estado extrañamente pasivo y ajeno a mí.

Empecé a pensar en los efectos traumáticos que pueden dejar eventos estresantes e incontrolables, que superan nuestros recursos, y que son muy habituales como los accidentes, las intervenciones quirúrgicas, las enfermedades, las caídas… En el pensamiento colectivo suele estar que el trauma se instala cuando un evento es estresante y perturbador y va más allá de la experiencia humana habitual pero esta definición resulta engañosa. Hay eventos usuales, como los que he nombrado antes, que también pueden resultar traumáticos para algunas personas.

Revisé, entonces, algunas de las características típicas del trauma, para evaluar en qué situación me encontraba. Lo primero que puede hacer que alguien se quede traumatizado tras un evento que supera sus capacidades de adaptación, es la orientación. Orientación significa, básicamente, saber dónde estás, quién eres, qué ha pasado y cómo está tu cuerpo. Lo segundo, es que puedas hacer frente al evento y salir de él, es decir, que puedas luchar o huir para escapar. Y lo tercero es que obtengas apoyo social. Revisando estos parámetros, todos los cumplía positivamente. El servicio SOS del coche nos proporcionó la orientación que necesitábamos diciéndonos “han tenido ustedes un accidente” (parecerá obvio, pero yo no lo sabía) y preguntándonos “¿han resultado heridos?” a lo que respondimos que no. La salida la encontramos fácilmente porque las puertas no se vieron obstaculizadas y pudimos salir sin problema del vehículo. Y el apoyo social lo encontramos de inmediato entre los cuatro que estábamos implicados en el accidente, con la primera persona que se detuvo en la mediana para ayudarnos, con el resto de vehículos que nos ofrecían agua o la ayuda que necesitáramos, y con la Guardia Civil, bomberos y la ambulancia que acudieron a nuestro encuentro y en nuestra ayuda (doy gracias a Dios por todas estas personas todos los días). Los tres aspectos relevantes estaban cubiertos. Me quedé tranquila porque no parecía que fuera a tener un gran trauma, pero aún me quedaba la duda de por qué me sentía tan rara. Me sentía como si estuviera congelada por dentro.

Ahí llegamos a otra de las respuestas que tiene el organismo ante un evento potencialmente estresante, que es la inmovilización. El sistema nervioso prioriza la supervivencia a cualquier otro tipo de respuesta. Los mamíferos que se saben presas claras de los predadores lo tienen claro: intentan huir, pero si no lo consiguen, se hacen los muertos. El predador, que ve esa presa ya muerta, puede perder el interés por ella y dejarla atrás sin más. Esta inmovilización que llega casi a la muerte le ha podido salvar la vida a la presa. Este mecanismo también lo tenemos los humanos.  Nuestro sistema nervioso, ante un evento que nuestro organismo considera que va a ser demasiado (esa capacidad del organismo de leer el entorno, sin que medie la consciencia, para decidir si es peligroso o no, Stephen Porges la llama neurocepción), puede desconectarse y permanecer congelado o inmovilizado. Es una estrategia de supervivencia maravillosa porque nos evita sentir lo que estaríamos sintiendo de estar conectados con lo que está ocurriendo en ese momento. Básicamente, el sistema nervioso considera que nos ha permitido sobrevivir haciéndose el muerto, y no hay más que hablar. Punto.

Claro, esta estrategia no es inocua, tiene consecuencias tanto para los animales como para los seres humanos. Los animales, tras una persecución en la que salvan la vida por haberse hecho los muertos, van a necesitar un tiempo de reorientación, temblor y descarga. Si sois de ver los documentales de National Geographic, habréis observado como los animalitos empiezan a temblar y a descargar la energía que se ha quedado atrapada en el interior del organismo mientras estaban supuestamente muertos. Pasado un tiempo relativamente breve, se recuperan del todo y pueden volver a su vida normal. Esto es un temblor neurogénico completamente natural, instintivo y necesario. En los seres humanos, ese temblor también aparece si permitimos que el cuerpo haga lo que necesita sin juicio ni vergüenza.

Por terminar con mi historia, yo temblé durante el accidente, sabía que era sano y me dejé estar en el temblor. Pero, aun así, parte de la energía de la inmovilización se quedó dentro atrapada, dándome la sintomatología de aplanamiento emocional, apatía, irritabilidad, desconexión de las sensaciones (creo que Peter Levine diría que perdí la conexión con mi percepción sensible), y necesité algo más de tiempo para que se descargara del todo dicha energía.

¿Qué hice? Aproveché el entrenamiento físico para temblar y dejar que el cuerpo vibrara y se retorciera todo lo que necesitara (además del entrenamiento consciente que llevo años realizando, me estoy formando en una disciplina que ayuda al cuerpo a vibrar y soltar estrés y trauma llamada TRE- Tension & Trauma Releasing Exercises-); me dejé guiar por mi psicoterapeuta para entrar en la inmovilización y salir de ella llorando y aullando de dolor emocional (sí, lo que no viví en el accidente lo viví más tarde pero en un entorno seguro sin ningún riesgo para mi sistema nervioso); saqué la irritación y la rabia que había quedado guardada lanzando los más horrendos improperios contra un conductor que invadió mi carril sin conciencia ninguna (estando a solas en mi coche, no os penséis) y me di tiempo para volver a sentir el calor del sol en la cara, el olor a café recién hecho, el tacto de la arena de playa bajo mis pies, el contraste de las nubes blancas contra el cielo azul y el sonido de una música Gospel en mi corazón. ¡Ah! Y, después, tuve la oportunidad de bailar mucho ¡muchísimo! y con todo ello sentí mi cuerpo renacer de nuevo.

La raíz del trauma está en nuestra fisiología instintiva. Dice Peter Levine, que el trauma es un instinto animal que ha quedado mal encauzado.  Los síntomas no son sólo psicológicos, son también fisiológicos, por eso, para sanarlo del todo, hay que ir al cuerpo, a la conciencia interna del cuerpo. Cada cual tiene sus tiempos y su forma subjetiva de transitar la salida del trauma.  La salida ha de ser acompañada de forma amable, con paciencia, proporcionando la seguridad básica que faltó y de manera absolutamente personalizada.

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